Comentario
Esa tendencia a suscitar la maravilla hallará en lo transitorio e inconsistente de la celebración de una fiesta el marco privilegiado en que expresar al máximo sus posibilidades de exhibición. La relación entre verdadero y verosímil, realidad e ilusión, alcanza en el enredo en movimiento de imagen, sonido, agua, luz y fuego de la fiesta el cenit del engaño de los sentidos. En esas ocasiones efímeras, no sólo una iglesia, un palacio, sino toda la ciudad se convertía en escenario del gran teatro del mundo. Roma, más que otra ciudad, se teatralizaba hasta ser una continua sugestión escenográfica que mutaba por completo su rostro, travistiéndola con los fastos de un arte fugaz: arcos de triunfo, edículos, fachada de palacios, monumentos conmemorativos, fuentes, obras todas fingidas que parecían reales. La formulación del fenómeno la da el P. Andrea Pozzo: "cambiar por un poco de tiempo la forma de la arquitectura de cualquier iglesia, uniendo lo fingido con lo verdadero... con gran placer y maravilla de los concurrentes" (Perspectiva pictorum et architectorum, 1693).Los poderosos confiarán al arte la función de crear la imagen de su grandeza. Imagen fastuosa y elocuente (cuya confección procuraban controlar y vigilar) por medio de la cual darse a conocer y conformar su época, imprimiendo en todas partes el sello de una imagen que, en la mayoría de los casos, encubría una realidad del todo distinta, más dramática y desgarradora. Junto a esas imágenes fijadas en obras de arte perdurables, la imagen efímera de la fiesta dio ocasión al poder para exhibirse a través de una grandiosa hipérbole figurativa de su propia magnificencia y poderío.Múltiples y variadas fueron las ocasiones propicias para celebrar una fiesta, y no menos articulada la comitencia que las patrocinaba, desde el papa y la curia caso de Roma hasta cualquier ciudadano privado, pasando por las grandes familias aristocráticas, las órdenes y confraternidades religiosas o las corporaciones y compañías laicas, sin olvidar a los embajadores extranjeros y, por supuesto, al pueblo. Así, creyéndose triunfante sobre la herejía, ante la severidad de la religiosidad protestante, la Iglesia Católica opuso la teatralidad y el brillante fasto de la liturgia postridentina, pero también la maravilla de la fiesta. Instrumentos de seguro efecto propagandístico serán las mismas iglesias y edificios sacros, la celebración de las misas solemnes, las procesiones de traslado de una imagen o reliquia, los actos de los jubileos, los ritos de beatificación y canonización, las tomas de posesión y las cabalgatas papales.Pero, también el poder civil se ofrecía ante los ojos del pueblo en todo el esplendor de su potestad y de su justicia. Y no sólo las grandes monarquías absolutas europeas, sino también los príncipes de pequeños Estados (Saboya) o los jefes de repúblicas laicas (Venecia). Todos encontraban la justificación, los medios y la finalidad: juras, coronaciones, tomas de posesión, bodas, bautizos, funerales, entradas reales, visitas de embajadores... Cualquier hecho daba pie para que el poder en su conjunto y complejidad se hiciera espectáculo, sobre todo en la calle y con el pueblo de espectador. Tal es el caso de los actos de la administración de justicia civil (aunque no sólo, ahí está el Santo Oficio), en los que un ajusticiamiento o un castigo ejemplar se convertían en espectáculo, en un momento de teatro cotidiano que el poderoso ofrecía a sus súbditos con intención pedagógico-disuasoria.Sólo una consideración más. Detrás de la razón del gusto o de la propaganda, es evidente que por la alta frecuencia de celebración y el enorme despliegue de personal y medios para su ejecución, quizá no sea excesivo considerar el arte de la fiesta efímera barroca como uno de los sectores productivos más activos de la Roma seiscentista, máxime si se piensa en su estancada situación económica.